En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor.
Los ratos que estaba ocioso se daba a leer libros de caballerías, con tanta afición y gusto que con estas razones perdía el pobre caballero el juicio y desvelábase por entenderlas y desentrañarles el sentido.
Se enfrascó tanto en su letura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio; y así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el celebro de manera que vino a perder el juicio...